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Llanuras salvajes donde corran los caballos

Una noche , mi padre y yo abandonamos a mi madre en Fresnillo y nos dirigimos en su Cheyenne vieja hacia el norte. Ésa fue la última vez que vi mi casa y mis pertenencias. Fue también la última vez que supe de mi madre. Tenía diez años cuando ocurrió.              Mi padre y yo no nos volvimos a detener sino hasta horas más tarde en una gasolinera cercana a Cuatro Ciénegas. Me había quedado dormido. Aparcó la Cheyenne debajo de un toldo iluminado por neones. La quietud de aquel oasis artificial en medio del semidesierto, las luces fluorescentes, el olor enervante de la gasolina, me sacaron del sueño. Pero sólo para creer que entraba en otro. Todavía adormilado, vi a mi padre apearse de la camioneta. Entró en la tienda de la gasolinera mientras el expendedor, un muchacho con gorra de beisbol, nos llenaba el tanque. Me estiré en el asiento. Me froté los ojos para tratar de averiguar dónde nos encontrábamos. Puse las manos sobre el pecho para comprobar que mi corazón siguiera en su sitio.

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